DAVID HUERTA
(Ciudad de México, 8 octubre 1949–Ciudad de México, 3 octubre 2022)
EL SILENCIO
Está en las palabras dulces o ásperas de todos los días
de un modo oblicuo. Y es una presencia inevitable
en la que toda voz humana se reconoce
antes o después de aparecer.
En el relámpago es pura luz de inminencia y en el trueno fiel
es como la negrura del estruendo, su lado negativo, su reverso
de virtualidades, su espejo profundo.
En esta larga y suave mano
que se tiende hacia mi rostro en las mañanas
reconozco su riqueza de sentido indecible.
Lo agradezco a la manera de quien ama la invisibilidad
y el poder de una dádiva divina.
Habita en algunos textos cuya mudez impresa o caligrafiada
es apenas una sospecha de su plenitud desafiante. Pues no es igual
a la mudez de esos signos: la sostiene, la nutre, la completa,
la fecunda —y hace posible su despliegue de forma y de significado.
Sin él la música no tendría sustancia ni estructura
y muchos poemas se vaciarían de su magia sensible
hasta quedar convertidos en tibias cáscaras,
en maquinarias inservibles o apagadas.
Lo recogí hace años en los ojos de una mujer
que agonizaba lentamente y veía el abismo.
Ella me entregó un pedazo brillante y sordo del mundo
que la rodeaba, en ese preciso momento,
con los dones acres del sufrimiento, en la última prueba.
Juan de Yepes y Juan de Pasmos sintieron su profundidad
en los actos amorosos o turbulentos de Dios.
Su existencia tiene todos los atributos de la nada
pero está repleta y abruma. A veces tiene la delicadeza
de un espíritu sobrehumano que podría aniquilarnos
como el Ángel de las Elegías de Rilke.
Hecho de negatividad y transparencia,
no es ni una cosa ni otra —y se parece al pensamiento,
que lo solicita con frecuencia en las altas noches
y en los días indiferentes y ruidosos.
Tiene un fuego y lo deposita en el corazón, semejante
a la muerte y en todo parecido a la vida que vivimos
y nos vive de un modo impersonal y abstracto.
A ese fuego he confiado la riqueza o miseria
de miles de vocablos, acaso innecesarios.